El amor no es ciego. Es idiota. A veces acierta -solo a veces- y crea nueva vida donde antes no
había más que rumbos divergentes. Pero no siempre es así. En el caso de M. no fue así. Ahí donde la veis, tuvo la oportunidad de destacar, de llegar como cabeza de carrera a un lugar tradicionalmente reservado para hombres. Sus padres dedicaron toda su vida a la honrosa tarea de manufacturar la primera licenciada de la familia. Iba para profesora. Destacaba en todo lo que emprendía. Pero entonces conoció a L.
Era tan guapo. Parecía un galán en blanco y negro, un traje brillante de celuloide. Tenía el pelo negro, un rostro de una sola dimensión, y un aire vacío, como su interior. Su sola presencia bastó para iniciar una terrible batalla entre el temblor de sus muslos y el frío aliento del sentido común. Su madre la golpeó una y otra vez con zapatillas de rencor y dolor, de conocimientos viejos y probados, pero M. acertó, aún cegada como estaba, a esquivar el envite y lanzó un órdago a todo su pasado.
Hoy, desde la distancia que otorgan sus años, desde la lejanía de las camas separadas, recuerda a su madre con angustia. Revive, por momentos, aquella paliza y comprueba con sus tres hijos como el ciclo se repite una y otra vez. La belleza no es más que un paréntesis en el tiempo, no tiene pasado ni futuro. No tiene sentido, se dice a sí misma, amarrar a tan efímero puerto las ilusiones y esperanzas de una vida por hacer. Ahora, por fin, lo entiende. Pero ya es tarde.
(Fotografía de European Parliament)
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