Latidos y más latidos. El tambor ensordecedor golpea sus sienes mientras corre, marcándole el ritmo. No debe pararse. No ahora. Los soldados están cerca. Le han visto, y ahora intentan acorralarlo. Mientras, en el cielo, las bombas de racimo dibujan una aurora del color de los gritos en la noche. De vez en cuando una explosión cercana, un chasquido, un trueno, se abre camino a empujones entre los escombros, y lo tira al suelo. Entonces, solo entonces, encuentra tiempo para respirar, para estudiar sus nuevos pasos. Un acento extranjero le increpa a sus espaldas. No deben cogerle. No puede entregarles aquello que arde en su pecho: su corazón de metal, su más valiosa pertenencia. Sale de su escondite. Y corre.
Error. No contaba con tantos soldados. Tiene uno justo enfrente, aunque solo alcanza a ver el negro de su interior a través del cañón de su rifle de asalto. Quiere que se tire al suelo. Quiere quitarle su tesoro. No. No lo puede consentir. Se burla del azar, salta hacia un lado. No siente ningún dolor. Pero ha oído un disparo. Sigue corriendo. No quiere quedarse a ver si la bala le ha dado o no.
Al fin, cansado y dolorido, llega a casa. Todos están allí. Algunos cantan, otros comen. Ninguno deja de vigilar. Los más pequeños juegan con unos trapos viejos que recuerdan de lejos a un balón. Su madre, luna de esta noche estrellada, rodea a su hermano con sus brazos. Espera que le guste el regalo que le trae. Su pequeño corazón de metal, esa lata rodeada de símbolos extraños, repleta de las frutas más extrañas que jamás hayan visto sus jóvenes ojos. El suave frescor empaña los labios de su hermano, y ayuda a mitigar su sed. Feliz Cumpleaños.
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